Estas
aves de agosto
I
Tu nombre
almacenaba en los amates la húmeda tristura del verano,
sus blancos
recorridos por el temblor nublado de este pueblo
que amaneció
cenizas de su sombra,
enturbiada la
palabra que le dio su palpitar de calles,
de recóndito
sueño para el barro
de sus
atardeceres días.
Como la
humilde piedra depositada al margen del arroyo,
tu corazón,
abuela, se daba así
al verde
agrisado de las hojas que ayer treparon por el sauce,
Nadie como
tú, sibila de este brazo de tierra describiéndose,
para intuir
la lluvia en los morillos
que sostenían
el cielo de las tejas;
tan noche
este breñal con nubes en agosto,
donde decías,
pendiente tu verdad del tropo de las horas:
“ésta es el agua que todo lo renueva.”
Los ojos te
brillaban como pequeñas alas,
mientras
afuera el grito de una urraca
asentaba
finísimas sus plumas
en el alambre
aquel que separaba el Nombre de tu nombre.
Nos
sorprendía tu fuerza,
filosa como
el miedo de las largas sequías:
eras un árbol
grande sembrado por un rayo
en la aurora
rosada cuyos dedos te amaron.
II
Me dicen que
tu nombre se pronuncia jilguero,
memoria de
ventanas con la luz de unos labios
en barrotes
que cantan madrugadas temblosas de domingo.
Tu nombre es
un cenzontle, me aseguran,
bajo la fría
lápida
de un llanto
apresurado de magnolias.
Que los
tordos declaren
el ahuecado
gesto que te dio de beber
la nota de
una bella, agrisada paloma
o el albor
pudoroso de las tórtolas.
Que las
milpas te busquen con el alba
en el oscuro
vuelo del zanate,
en el verde
alborozo
de los loros
que cruzan este cielo tan tuyo
y repiten tu
nombre y lo desbastan.
Suena tu luz
adentro de la aquietada boca
como alas
agitándose
en el aire
combado de los días lluviosos.
Escucha:
tienes todas las aves de esta tarde.
III
Te sembramos
aquí, bajo el cielo de agosto,
entre
almendros y lluvia,
en un hoyo
pequeño donde cabía tu cuerpo
pero no tus
palabras ni el tremor de tus pasos.
IV
Eras todas las aves de mi
infancia,
abuela que en tus ojos retuviste
las huellas de un tiempo de cenizas.
Entre los carrizales, elegantes
hermanos de las cercas,
y el sopor de los mangos que
techaban la casa,
ibas detrás del polvo acumulado
sobre el doliente tiempo de los
muebles;
perseguías los bichos,
remendabas
las ropas que curaban nuestro
frío.
Te veíamos hacer,
en el silencio,
las labores domésticas.
Cada cosa en su sitio,
liberada del peso de la mugre.
Con el atardecer aparecías
detrás de la ventana
que apuntaba hacia el sur:
“ésta es el agua que todo lo renueva.”
En tus ojos el brillo de la
muerte
maduraba los trapos
de una fe confundida entre dos
mundos,
mientras arriba el cielo de las
tejas
detenía la lluvia, su tenso
bostezar
y su apurada calma.
V
Viene tu nombre a veces,
alhucema en la crines de un caballo:
Del agua que en la grieta
conoció las edades de la hierba.
De la madera gris agitándose
pozo en el balde del día.
De estos juncos que laten,
filamentos del aire, en un río de bruma.
De los gatos que acechan el
truncado reposo del canario.
De la lluvia morosa detenida en
la espalda de este jueves.
De los frutos que llegan a
destiempo
por los rotos caminos del
verano.
VI
Te he buscado
en las noches de mi insomnio,
te he
llamado, así, de esta manera,
pero tú no
has venido.
VII
Leo tu nombre
en la raíz del árbol,
palpo tu
nombre en su corteza,
oigo tu
nombre entre sus ramas,
me acerco y
lo sacudo hasta cansarlo
para saber
qué pasos,
qué huellas
te recorren,
en qué campo
florecen tus esquelas,
cuántas son
las palabras
que pesan
y levantan
el lejano
rumor de las parvadas.
VIII
Estabas desde siempre
en el patio que hablaba con las
puertas,
en las tablas del sueño que
llegaba puntual por las paredes,
en la mesa del diario, en las
comidas —tus sazones antiguos
poblaban una historia de
animales de caza—,
en el río corriente donde el
agua nos dio
las primeras lecciones de una
muerte sin frío,
en el habla de un dios que
habitaba el altar de tu recámara,
en los perros ladrantes de una
noche de rifles y difuntos,
en la fruta que a veces nos
quitaba la lluvia,
en los juegos las rondas de las
ociosas tardes,
en el agua del pozo de los niños
ahogados,
en el limo, en la piedra, en los
peldaños,
en los trastos, las ropas, las
ventanas
desde siempre ya estabas
y nunca te
marchaste.